El deseo es la materia prima sobre la que crecen la mayoría de las ficciones, y pocos son más poderosos que el sexual. Suntuoso, empuja nuestro ánimo por derroteros con destinos cubiertos con niebla de la incerteza, donde se agazapa la frustración de lo que nunca sucederá.
“Deseando amar” es uno de los films que mejor lo expresa. Sus dos protagonistas y vecinos son engañados por sus parejas. Tratando de reconstruir la relación de sus conyuges se despierta en ellos un deseo casi imposible de contener. Sin embargo, sus anhelos sólo tienen cabida en su imaginación porque los separa un velo tan transparente como irrompible.
La relación entre Su Li-zhen y Chow Mo-wan es el arquetipo de la imposibilidad. De las miradas que se quieren curzarse pero pasan de largo. Del contacto físico interpuesto a través de objetos, que devienen casi en caricias. Sólo consuman por vía interpuesta, a través de sus parejas.
Hay quien dice que “Deseando amar” es la mayor alegoría del amor no realizado de la historia del cine. Sin embargo, la historia está llena de amores imposibles. En unas ocasiones los limitan las circunstancias. En otras, la maldad. Sin duda, quien mejor encarna ese papel es la femme fatale, que expresa sus mejores virtudes en el thriller. Multitud de protagonistas renuncian a su amor tras reconocer que sólo les llevará a un callejón sin salida. O a la muerte. Otros no conseguirán escapar a sus fauces, como el protagonista de “El ángel azul”, que acaba convertido en el ridículo payaso que ignora al inicio del film.
Otras veces, la conquista inasequible no necesita más que una subtrama para manifestarse con toda su fuerza. Así lo demuestra Bergman en su soberbia “Gritos y susurros”. En su cine es constante la confusión del amor carnal y el parentesco. Pero si hablamos estrictamente de pasión, Maria, el personaje interpretado por Liv Ullman, y David, el doctor de la familia al que da vida Erland Josephson tiemblan cuando están a solas. Una pulsión que no va a más porque la rechaza él.
Maria no es, ni de lejos, el primer personaje femenino que sueña con imposibles. Las raices prototípicas de este personaje se nutren, sobre todo, del cliché romántico de las novelas del s.XIX, como “Madame Bovary” de Flaubert, una de las primeras protagonistas dispuestas a engañar a su marido y con una sensualidad expresiva y profunda.
Sin embargo, mi obra favorita sobre la imposibilidad amorosa es la ópera de Wagner “Tristan Und Isolde”, una obra introspectiva donde el amor no consumado de sus protagonistas los lleva, incluso, a la muerte. La ópera, de cuatro horas de duración, explora los límites de un amor en la que el contacto les está prohibido. La tensión se palpa en cada nota de la composición, que ya anuncia el famoso acorde de Tristan sólo unos segundos después del inicio del espectáculo.
No será hasta el final que ese amor se sublime a través de la muerte de los protagonistas. En especial, la de ella es la última pieza y, a mi juicio, una de las más espectaculares de la historia de la música. Para vivir el crescendo es mejor escuchar la obra completa, pero el Liebestod no necesita nada más para embargarnos y, poco a poco, llevarnos, con ella, hasta los cielos en un clímax apoteósico.
Wagner ofrece una solución a los deseos imposibles; la muerte. Una propuesta que sólo entraña belleza en la ficción. La vida, menos prosaica, no requiere de estos extremos. Pero hay algo de verdad en la sugerencia del compositor alemán. ¿No es la frustración una forma de muerte de una parte de nosotros? ¿De un algo que pudo ser y, finalmente, no fue?
Los deseos inalcancables son dolorosos y angustiantes. Pero también son los ojos entreabiertos de Liv Ullman, la mano de Maggie Cheung acariciando el marco de la puerta, la mirada de Tony Chiu-Wai Leung, o la orquesta ahogando la voz de Isolda. Esto es, la ficción tiene la fuerza de convertirlo en algo hermoso y sugestivo. Y, por si fuera poco, exorziza nuestros propios fracasos.
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